En este escenario, las energías renovables han pasado de ser una herramienta climática a convertirse en un instrumento de seguridad nacional. A diferencia del gas o el petróleo, la eólica y la solar no dependen de terceros países ni de rutas internacionales expuestas a tensiones. Cada megavatio renovable es un punto menos de vulnerabilidad estratégica. Además, los costes decrecientes de estas tecnologías permiten que la independencia energética no sea un lujo, sino una opción económicamente viable.
Sin embargo, la clave no está solo en producir electricidad limpia, sino en gestionarla con inteligencia. Aquí entra en juego el almacenamiento energético, desde las baterías a gran escala hasta los sistemas de bombeo hidráulico o el hidrógeno verde. El almacenamiento resuelve la intermitencia de las renovables y convierte la electricidad en un recurso flexible que puede desplazarse en el tiempo. Sin esta capacidad, un sistema altamente renovable seguiría necesitando gas para cubrir picos de demanda o momentos de baja producción; con ella, Europa puede reducir radicalmente su exposición a la volatilidad externa.
La combinación de renovables y almacenamiento no solo fortalece la resiliencia interna: también altera el tablero geopolítico. Un continente capaz de cubrir la mayor parte de su demanda con recursos propios es un continente menos susceptible a chantajes, cortes de suministro o fluctuaciones en los mercados fósiles. Esto libera margen político, reduce costes a largo plazo y acelera la transición hacia un sistema energético más democrático y descentralizado.
Europa aprendió tarde, pero aprendió. La seguridad energética del siglo XXI no se construye con tuberías ni contratos opacos, sino con parques solares, aerogeneradores y sistemas de almacenamiento distribuidos. Las renovables no son solo la respuesta climática: son la base de una soberanía energética que ya no depende de la voluntad —ni de las amenazas— de actores externos.
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