El dinero, la legislación, la preocupación ambiental y el proteccionismo económico se sumaron para conducirnos directamente a lo que se llama actualmente la trampa diésel europea: muchos millones de coches con esta tecnología que atestan las carreteras y las calles de los países de la UE, y que se siguen vendiendo. El problema está en el llamado humo diésel, una mezcla de óxidos de nitrógeno y micropartículas que destruye más que ninguna otra cosa la calidad de la atmósfera de nuestras ciudades.
La industria del automóvil nos prometió año tras año que la tecnología diésel, mejorada sin cesar, reducía el peligro de este humo a niveles insignificantes, hasta que el caso Volkswagen demostró que eso no era verdad. Al mismo tiempo, todas las grandes ciudades europeas anunciaron medidas antidiésel, prohibiendo lisa y llanamente su circulación o encareciendo su factura de aparcamiento. Para más escarnio, el favorable tratamiento fiscal del diesel se está evaporando: una de las nuevas medidas que anunció el nuevo gobierno español fue subir el impuesto de matriculación a los vehículos más contaminantes, es decir a los diésel. Todo parece indicar que las ventas de coches diésel se están desplomando, como cabría esperar.