El 11 de marzo de 2011 se
produjo el catastrófico accidente nuclear en la central de
Fukushima-Daiichi (Japón) en un momento en que se estaba produciendo una
verdadera ofensiva de la industria nuclear (sobre todo en China y la
India) para intentar revertir su declive. Los costes totales del
accidente superan los 80.000 millones de euros...
Consecuencias de las que toman
nota en otros lugares del mundo. Y Europa no es una excepción. Alemania
ha decidido cerrar todos sus reactores en 2022. En Austria, la
constitución prohíbe la instalación de plantas nucleares gracias a la
movilización ciudadana. En Italia se rechazó en referéndum la energía
nuclear. Y en España, tal y como demuestran las encuestas, una mayoría
de la población está en contra de la energía nuclear.
Por si fuera poco, el
pasado mes de mayo se destapó el escándalo de la empresa francesa
AREVA, responsable de haber falseado alrededor de 400 protocolos de
control de calidad. AREVA está contratada por la empresa CNAT, entidad
que gestiona las operaciones de mantenimiento y fabricación de
combustible en las centrales españolas de Almaraz I y II (Cáceres) y de Trillo (Guadalajara). El pasado 29 de abril el Parlamento portugués aprobó por unanimidad pedir al Gobierno español el cierre de Almaraz.
Pero, ¿es
realmente necesario someternos a este riesgo catastrófico? Muchas veces
se suele argumentar que los riesgos de la energía nuclear se compensan
por sus beneficios económicos y de rendimiento productivo. Pero,
contrariamente a lo que se suele pensar, las centrales nucleares no son
rentables.
No podrían funcionar sin el coste astronómico que suponen para las y los contribuyentes. En el caso del mercado eléctrico español, estamos pagando un kilovatio/hora (kWh) varias veces por encima de lo que le cuesta producirlo a las empresas, dado que las centrales nucleares no asumen entre sus gastos muchas de sus externalidades que genera su funcionamiento, entre los que se incluyen la gestión de los residuos, el desmantelamiento de las centrales, la moratoria nuclear, el almacenamiento del uranio, la seguridad o los costes de transición a la competencia. Pero estos costes no asumidos, no se esfuman en el aire, sino que terminan distribuidos entre todos los consumidores de energía eléctrica a través del recibo de la luz. De esta forma, la energía nuclear se vuelve un gran negocio para las empresas del sector pero uno muy ruinoso para las y los contribuyentes y usuarios eléctricos.
No podrían funcionar sin el coste astronómico que suponen para las y los contribuyentes. En el caso del mercado eléctrico español, estamos pagando un kilovatio/hora (kWh) varias veces por encima de lo que le cuesta producirlo a las empresas, dado que las centrales nucleares no asumen entre sus gastos muchas de sus externalidades que genera su funcionamiento, entre los que se incluyen la gestión de los residuos, el desmantelamiento de las centrales, la moratoria nuclear, el almacenamiento del uranio, la seguridad o los costes de transición a la competencia. Pero estos costes no asumidos, no se esfuman en el aire, sino que terminan distribuidos entre todos los consumidores de energía eléctrica a través del recibo de la luz. De esta forma, la energía nuclear se vuelve un gran negocio para las empresas del sector pero uno muy ruinoso para las y los contribuyentes y usuarios eléctricos.
La única
forma de evitar futuros accidentes como los de Chernóbil o Fukushima es
proceder al cierre escalonado de centrales nucleares lo antes posible,
apostando por un nuevo modelo energético y de desarrollo justo y
sostenible tanto social como ambientalmente.
Lo diremos en la manifestación del Movimiento Ibérico Antinuclear, en
los parlamentos, en las calles y donde corresponda. Porque el futuro nos va en ello.